Sala Canal Isabel II
La verdad existe. Solo se inventa la mentira.
Georges Braque, Penses sur l’art.
Me gusta pensar que la vida, es decir, esa esfera de espacio-tiempo que rueda siempre cuesta abajo desde el momento en que nace, traza en nosotros y en el resto (aproximadamente otros seis mil millones de esferas rodantes) dibujos simétricos. Una especie de jardín de senderos que se bifurcan, tal como deseaba y fabulaba mi querido y admirado Homero Borges, y que también añadiría yo- se entrecruzan. Quizás por ello no resulte extraño que siguiendo ese impulso esférico comience este texto por el lugar exacto en que dejó otro anterior. Me explicará.
Hace no mucho tiempo, terminaba A través de las grietas, ese texto anterior al que me refería, escrito para el catálogo de otra exposición de Rosa Muñoz, con estas palabras: En mi opinión, esta nueva propuesta […] sigue inventando espacios para el sueño y la fantasía, construcciones que atraviesan el espejo de la realidad agrietada, incrustando cuñas de ficción y fricción entre sus grietas; del mismo modo que lanza, por otro lado, un guiño cómplice a toda una estética próxima a lo que podríamos calificar de arqueología industrial, presentando la lucha desigual entre el tiempo líquido del pasado (las antiguas fachadas) y el tiempo metálico del futuro (las palas excavadoras, los gatos mecánicos, los pilares de sujeción y andamiaje). Una lucha que solo puede ofrecer cierto equilibrio en el imaginario de estos trabajos, que concitan un casi imposible diálogo, y que incitan a soñar con el improbable paisaje futuro de un mundo de fusión y no de confusión.
Lo maravilloso de autocitarse es que prácticamente nunca cae uno en el peligro del plagio…
Suscribo ahora, algo más de un año después, todo lo que entonces apuntaba y prácticamente aventuraba- sobre este nuevo work in progress que estaba por entonces iniciando. Y a esas palabras angulares que empezaron a cimentar el edificio nunca mejor dicho- de sus fotografías: fantasía, arqueología industrial, tiempo pasado y futuro, fachadas, excavadoras, andamiajes, quiero añadir en este momento (seguramente solo un punto más de tangencia de mi vida-esfera con el plano inclinado de la vida) otras dos nuevas palabras: ficción y construcción.
Esta serie de fotografías son otra andanada más a la línea de flotación de esa vieja idea, casi mejor manía, que consideraba al lenguaje fotográfico como poco más que un simple instrumento de copia de la realidad. Una idea, la de mímesis, que por otro lado venía sustentando desde la Grecia clásica el cada vez más oxidado engranaje de la cultura visual y plástica de Occidente.
En ese mismo empeño por signar la médula de la fotografía en su carácter histórico, es decir en la angustiosa necesidad de que su existencia solo podía tener sentido y contenido en cuanto al único hecho de haber sucedido, de haber pasado, de haber tenido lugar, se encuentra lo que Roland Barthes manifiesta como una condición sine quanon para que pueda existir:
Llamo referente fotográfico no a la cosa facultativamente real a que remite una imagen o un signo, sino a la cosa necesariamente real que ha sido colocada ante el objetivo y sin la cual no habría fotografía. La pintura, por su parte, puede fingir la realidad sin haberla visto […] Contrariamente a estas imitaciones, nunca puedo negar en la fotografía que la cosa haya estado allí. Hay una doble posición conjunta: de realidad y de pasado. Y puesto que tal imperativo solo existe por sí mismo, debemos considerarlo por reducción como la esencia misma, el noema de la fotografía. Lo que intencionalizo en una foto no es el Arte, ni la Comunicación, es la Referencia, que es el orden fundador de la fotografía. El nombre del noema de la fotografía sería pues: Esto ha sido. (1)
Pues lo siento amigo Roland, pero esto no siempre ha sido; ni falta que le ha hecho. No estará de más recordar también ahora esa tristemente famosa (y monstruosa) boutade baudelariana que rebajaba la fotografía a un humillante papel de criada de las artes, una mera función de reproducción de las obras artísticas consagradas, una reproducción que, inevitablemente, tenía que acabar rimando con imitación pero, aparentemente, no con creación.
Después, curiosamente, Walter Benjamin situaría justo en ese carácter de reproductibilidad la aportación auténticamente innovadora de la fotografía. El aura de la obra de arte (al igual que el Dios de Nietzche) al parecer había muerto para siempre. Lo que nacía era un nuevo medio, un nuevo lenguaje y, probablemente también, un nuevo concepto, un nimbo diferente pero asimismo lejano e inaprensible; en definitiva, un nuevo halo de haluros de plata.
De esta forma, la fotografía, lejos de seguir siendo una criada, ha acabado convirtiéndose en una gran dama-lenguaje, totalmente asumida y asimilada por un vertiginosamente creciente número de súbditos y adeptos que utilizan este medio como vehículo de expresión y de creación. Un medio cada vez más mestizo e híbrido, más contaminado por una versátil diversidad de técnicas, soportes y estrategias.
La fotografía, seguramente la más profunda y perfecta prolongación del ojo (que es la prolongación del cerebro, del corazón e incluso del estómago), actúa como un capítulo fundamental y fundacional- en la Historia del Ojo del Arte.
En este breve alegato del poder creador -y por tanto ficcional- de la fotografía en contraposición al simple papel imitador de una realidad siempre cuestionable, me interesa recordar las palabras, una vez más lúcidas, vertidas-pervertidas por Joan Fontcuberta en su obra El beso de Judas. Fotografía y verdad:
En las artes visuales se ha acentuado la problematización de lo real en una dinámica que nos arrastra efectivamente a una profunda crisis de la verdad. Puede ser, como sostiene Jeffrey Deitch, que el fin de la modernidad sea también el fin de la verdad. Lo que ocurre en la práctica es que la verdad se ha vuelto una categoría escasamente operativa; de alguna manera, no podemos sino mentir. El viejo debate entre lo verdadero y lo falso ha sido sustituido por otro entre «mentir bien» y «mentir mal».
Toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. Lo importante, en suma, es el control ejercido por el fotógrafo para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad.
Así las cosas, contra la mera reproducción, emblema de esa ‘verdad’, en el fondo tan poco veraz, aparece en estas obras la ficción como principal compañera de viaje artístico de Rosa. Un viaje en el que consigue mentir muy bien la verdad. Ficción que termina provocando una auténtica y sugerente fricción entre nuestras neuronas imaginativas. Ajena por completo a la fotografía documental, Rosa Muñoz se decanta por la fotografía escenificada, creando imágenes de una extraña belleza.
Precisamente, y volviendo a ese mismo texto ‘anterior’, que oficia aquí como una suerte de gozne verbal, uniendo finales e inicios como una especie de banda de Moebius escrita, hablaba yo también de un nuevo camino que Rosa Muñoz había emprendido no hace mucho con la energía, la ilusión y la curiosidad que todo caminante coloca en el fondo de su mochila, cuando inicia un nuevo viaje, hacia otros territorios de representación (que en este caso, rimaba con recuperación, uno de los objetivos de su pesquisa).
La propia artista nos dirá en este sentido: «realizo todo un trabajo de archivo y documentación de fachadas y establecimientos antiguos de Madrid y otras ciudades que se encuentran a punto de desaparecer. Considero necesario hacerlo en este mundo globalizado en el que la pérdida de estos pequeños comercios locales hará que se pierdan también gran parte de identidad urbana, histórica, antropológica y sociológica de las ciudades (haciendo que dé igual encontrarse en Madrid que en Bruselas, por ejemplo). Así, dentro de una década cuando hayan desaparecido, podremos revisitarlos a manera de homenaje en mis imágenes.»
El punto de partida de este proyecto era, pues, levantar, a modo de homenaje, acta notarial-visual de una serie de comercios, pequeños, modestos, aparentemente prescindibles ante la voracidad de los grandes centros comerciales, que reflejaban un tiempo otro de compra, venta y análogamente de comunicación humana. Humildes y, si se quiere, trasnochadas tiendas y tiendecitas, que van desapareciendo, lenta e inexorablemente, de la superficie de las ciudades y de la escenografía de nuestros paisajes urbanos más lejanos y entrañables, para dar paso al globalizado oleaje de las grandes superficies. Ante esta marea es difícil (es imposible) luchar, al menos con las frías y literalmente despiadadas armas de la pura y dura economía.
Pero ¿qué ocurre si alguien toma entre sus manos, su corazón, y su cerebro, las más sutiles y menos mortíferas armas de la creación artística? Estoy seguro que esta posibilidad impulsó el deseo de Rosa por presentar batalla, épica y desmedida, (como todas las batallas inicialmente destinadas a ser perdidas) ante el dragón de cien cabezas de las poderosas superficies comerciales.
Y así, una vez más, por el arte de magia de la magia del arte en este caso, de la fotografía-, inició un apasionante registro de clasificación y recuperación de lo que sin duda constituyen auténticos documentos de nuestra cultura comercial y urbana.
La primera etapa de este verdadero tour (de force) comenzó en Madrid, como un paisaje urbano inicial, como una primera carto(foto)grafía que recogiese esas visiones de la ciudad, normalmente ligadas a los barrios antiguos y con una mayor pátina de memoria histórica. A partir de esa previa estación, su idea es la de ir ampliando el registro y la taxonomización a otras ciudades, primero de España, y en un segundo momento, de más allá de nuestras fronteras, con las que armar todo un corpus (y un spiritu) visual-mental que encaje dentro de los parámetros y paradigmas de la arqueología industrial y urbana.
Los estadios iniciales de este singular proyecto, como era previsible, arrancaron de la geografía bidimensional característica de la representación fotográfica. De esa forma, las fachadas de las tiendas en un primer momento se presentaban ante el ojo del espectador desde un punto de vista puramente plano: longitud versus altura. Pero muy pronto, la esclavitud de las dos dimensiones empezó a verse superada por un deseo de insuflar volumen a estas imágenes, y de esa manera, las fachadas se han ido transformando paulatinamente en las caras de un hexaedro, signado por una voluntad 3D, incorporando pues la profundidad como tercer invitado a este party volumétrico.
Con estas mecánicas espaciales consigue dotar a sus fotografías de una elevada temperatura objetual, cosificándolas y transmitiéndoles un latido de fisicidad más poderoso y más real. Lo que me lleva a encajar aquí y ahora -como esa pieza del puzzle que parece que nunca va encontrar su encaje y su anclaje- la otra palabra que esperaba su turno, sentada en el sofá de mi cerebro: construcción.
Porque en estas obras, y con un afán clasificador totalmente opuesto en cuerpo (de color) y en alma (de ludicidad) a las rigurosas, sesudas, fundamentales y reconocámoslo también con frecuencia aburridas taxonomizaciones promulgadas por el matrimonio Becher (lo que Dios ha unido que el arte lo mantenga), Rosa Muñoz nos propone por su parte, y por su arte, unas singulares y plurales tipologías, a partir de las (de)construcciones con las que va levantando estas estructuras.
De esa forma, lo que inicialmente nace como imágenes, termina creciendo como objetos, como entidades tectónicas, como construcciones. Hace ya tiempo que la fotografía dejó de ser un lenguaje plano para constituirse en fabricante de criaturas insufladas de dimensiones, y también de emociones, no lo olvidemos. Como tampoco debemos olvidar que, de un modo nada casual, nuestros queridos Becher hay que citarles de nuevo recibieron en la Bienal de Venecia de 1980 el premio de Escultura (sic).
Cosas veredes, y también cosas verídicas.
Construcciones, en fin, a las que, del mismo modo que Estratia, la ciudad invisible contada-cantada por Italo Calvino, cada nuevo amanecer añadía mágicamente un nuevo piso a sus casas, a sus templos, a sus palacios, a sus lupanares, a sus prisiones, a sus teatros y a sus cementerios, las edificaciones que habitan en sus fotografías, van creciendo también a partir de nuevas capas de fachadas que se asientan unas encima de otras, otras encima de unas.
Como si estuvieran vivas, cada una de ellas salta, trota y brinca hasta emparejarse con otras camaradas-fachadas, igual, igual que si se tratara de las piezas hexaédricas de un rompecabezas juguetón y algo caprichoso.
Pueden formar los bancales colgantes-hilarantes de unos postmodernos jardines de Babilonia, sostenidos por los eslabones de una cadena gigantesca, o por los también eslabones de agua del agua, que dibujan surtidores húmedos y a la vez metálicos.
Pueden formar una torre de Babel -pero no de papel- por acumulación de escaparates, letreros, cierres metálicos, mercancías expuestas y memorias ocultas. Una torre que asciende a los cielos o tal vez a los inviernos de su precario destino. No puedo ni quiero evitar ahora citar estas palabras de J. E. Cirlot: «en el simbolismo de la torre cabe hallar una ambitendencia. Su impulso ascensional iría acompañado de un ahondamiento; a mayor altura, más profundidad de cimientos. Nietzsche habló de que se desciende en la medida en que se asciende.»
Pueden formar la extraña arquitectura de una grúa-hombre y/o de una grúa-mujer, asentada sobre únicamente ocho patas de metal y engranajes. El vástago-vestigio de una futura arqueología post-industrial que, apiadándose de esas pobres y moribundas fachadas-escamas, les permite compartir su piel y sus músculos de acero, mientras ejecuta, no se sabe bien si una danza o el camino hacia un nervioso destierro. El fondo se vuelve gris-metal, y el gris-metal acaba volviéndose negro.
Pueden formar la esférica masa de un planeta, o tal vez la redonda humanidad alienígena de un asteroide, girando sobre su propio eje en un movimiento rotatorio/gravitatorio. Continentes de fachadas, océanos de portales, nubes de viejos rótulos; una geo(foto)grafía imaginada rueda y rueda, como un balón de oxígeno, helio y nitrógeno: la singular atmó(e)sfera de esta esfera.
Francisco Carpio
Mayo, 2010